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Autor Tema: La fe es cosa del hombre  (Leído 16408 veces)

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Desconectado Khyr

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La fe es cosa del hombre
« en: 21 de Enero de 2016, 15:56:55 »
Podía sentirlo.

Estaba cerca, quizás demasiado. Cada paso, cada árbol que dejaba atrás, no hacía otra cosa más que aumentar su ansiedad, su impaciencia, su deseo. Era algo así como un dardo, un proyectil invisible que entraba fuerte, veloz, que perforaba sus fosas nasales, que reducía toda su humanidad a un ansia animal, salvaje.
Era una sensación demasiado poderosa como para desecharla. Y no quería hacerlo. Era una droga.
Era, sin más, inevitable.

De pronto, sin darse cuenta, se encontró en un claro. Le habían advertido al respecto, pero su animalidad lo había poseído ya varios días atrás. Apenas puso un pie en aquel vacío, sintió la presencia y dio un salto hacia atrás. Los músculos de su espalda, amplia y fuerte, se tensaron inmediatamente. Su piel se abrió, sus pelos se erizaron. Oteó el horizonte en busca de su presa. Usó su nariz, sus oídos, todo lo que estaba a su alcance. Pero no era suficiente. El otro había aguardado con paciencia y era astuto.
El otro…

Sin moverse, oculto detrás del grueso tronco de un árbol, llevó su mano izquierda hacia atrás y sacó una flecha negra, fina, del carcaj que cruzaba su espalda de un lado a otro. Con suavidad, aunque siempre firme, tensó la cuerda del arco y llevó la saeta hacia atrás. Sabía que era una cuestión de tiempo, que todo podía resolverse en apenas un movimiento, en una secuencia ínfima e inverosímil.
—Vamos, perro, ningún artificio podrá esconderte.
Aguardó un instante, contó hasta cinco y volteó a un costado. Apenas le bastó un segundo para saber que se había equivocado. Delante suyo no había hombre alguno, pero sintió, no sin cierta satisfacción cargada de morbo, como un proyectil mal disparado rozaba su cabello y se perdía más allá de su campo de visión.
—Mierda —murmuró, sonriendo.
Doblando las rodillas, tomó impulso y dio un salto hacia arriba. Se sujetó de una rama gruesa y baja solo con una mano (¿qué otra forma había de hacerlo?). Su cuerpo sintió el tirón pero su mente lo ignoró. Una única gota de sudor resbaló por su nariz a medida que subía al árbol, rápido, presuroso.
Cada segundo contaba, cada movimiento podía ser letal.



Del otro lado del claro, una sombra se deslizaba grácil y veloz por entre los árboles.
Llevaba tres días esperando en aquel lugar maldito, desierto. Tres días sin sus hermanos, sin su sangre. Y todo por aquel condenado arquero presumido, aquel indeseado cuyo nombre ignoraba pero cuya vida debía terminar, y debía hacerlo rápido.

Decidida, avanzó unos metros hacia la derecha, tratando de no mostrarse, de aprovechar la poca luz que la arboleda dejaba entrar. Un mechón de su cabello negro le tapaba un ojo, el derecho. Mejor así, pensó. Solo uno necesitaba.
No con los ojos, entonces, sino con algún sentido oculto, percibió como el otro daba un salto y trepaba a uno de los pinos más bajos. Pobre idiota, no sabe con quién se está metiendo. Se mordió el labio y sonrió. Sin pensarlo dos veces descubrió su posición y apunto un poco más arriba de su hombro, formando un ángulo de treinta grados entre la flecha y la línea recta imaginaria que siempre trazaba hacia delante desde su mentón.
Éste es el final, cabrón.
Disparó el proyectil con un aire de triunfo, pero justo cuando lo hacía, en ese preciso instante, un misil negro, rápido como el viento, cruzó el claro y se incrustó en su garganta, atravesando, rompiendo la carne, quebrando sus cartílagos, despedazando sus músculos y fijándose allí por siempre, o al menos hasta que los gusanos y las aves carroñeras decidieran darse un pequeño festín.


—¿Narym?
Horrorizado, Khyr, el Ojo de Halcón, el asesino, el fantasma, descubrió el rostro de su hermana debajo de la capucha. Su cuerpo inerte yacía en el suelo, aún tenso, la saeta atravesando toda su yugular.
Sintió oprimirse su pecho.
No podía entender.
No quería entender.
Una fuerza extraña lo ahogaba, lo dejaba quieto, paralizado. Quería gritar, quería arrancarse la ropa, los pelos, la piel los dedos. Y no podía. Cómo era posible que su hermana yaciera muerta delante suyo, el último latido de su corazón elegido al azar por una flecha que él había disparado, sin saber quién habría de recibirla.

¿Sin saber?

De pronto recordó o sintió las palabras de la Sacerdotiza. Las instrucciones precisas, el apuro porque saliera rápido de aquella isla. Ahora entendía por qué, ahora se daba cuenta.
Qué estúpido había sido, qué perro idiota.

Poco a poco, las lágrimas brotaron de sus ojos en silencio, pero no eran muchas, y no sabían a nada, ni a amargura. Una, dos quizás.
Lloró en silencio, dejándose envolver por un aura extraña, negra, apática.
Dejándose morir…

Detrás suyo sintió un ruido extraño, ajeno. Humano. Sintió que alguien se aclaraba la garganta, o quizás reía, o ambas cosas a la vez.
No volteó a ver quién era.
Lo sabía, y por ello se odió aún más.
—La fe es cosa del hombre, arquero —dijo la voz, y con ella se formó en su mente la imagen aberrante de aquella mujer sacerdote de los dioses.
Del dios.
De alguno.
No importaba de cuál, para él, todos habían muerto.

Todos.


A varios días de allí, bajo unas nubes densas y oscuras, el último miembro de la Secta dio luz a una vela y sonrió.
—Todo está listo, hermanos. ¡Ya es hora!
—¡Ya!